Explorando una antigua obsesión por las calles de Ginebra
Puede sonar extravagante, y con seguridad lo sea, pero una de mis mayores preocupaciones antes de llegar a Suiza era si los fines de semana habría gente por las calles.
Aterricé un miércoles de finales de noviembre y esto me obligó a calmar la ansiedad durante tres días. No fue un problema, porque entre tanto, mi mujer y yo nos dedicamos a la ardua tarea de buscar apartamento, conocer las inmediaciones del barrio de Pâquis donde vivíamos en un apartamento prestado y estudiar el mapa de la ciudad.
Aprovechamos también para seguir organizando nuestra mudanza desde España a Suiza e informarnos sobre las formalidades para establecernos en el país alpino.
¿Pero por qué esta fijación mía con la vida dominical? La razón viene de lejos, de los cinco años que viví, siendo veinteañero, en la ciudad alemana de Würzburg. Unos años duros, porque al aprendizaje de un idioma complejo como el alemán había que sumarle mis estudios en la universidad y el desempeño de un trabajo para subsistir.
Würzburg era de esas ciudades en la que los sábados, cinco minutos antes de las doce del mediodía, comerciantes, vendedores y propietarios de locales, tiendas, cafeterías, puestos de comida callejera, librerías, negocios de electrónica, absolutamente todos, se aprestaban para recoger lo expuesto, preparar el cierre y recordar así a los clientes que debían evacuar el lugar de forma inminente. Cinco minutos después, las calles quedaban vacías y yo, atónito y melancólico, no veía otra opción que regresar a casa.
Mientras caminaba en dirección al piso compartido, me chocaba el silencio súbito, que contrastaba con el ruido exagerado de mis pasos. Observaba las persianas metálicas, todas abajo; las cancelas, cerradas; los candados, puestos; las puertas de acceso, bloqueadas y lo que era peor, la gente que hacía unos minutos atestaba las calles céntricas, había desaparecido y el tráfico se había evaporado. Uno quedaba solo en mitad de una urbe de más de cien mil habitantes, como en una escena de película distópica.
Era ese silencio impuesto de golpe y la ausencia de todo rastro humano lo que me sumía en una extraña melancolía. En España estaba acostumbrado al barullo y a la presencia continua de la gente en los parques, en las terrazas de los bares, por cualquier acera de mi ciudad natal. Y nada de eso ocurría en la ciudad alemana, donde residí finalmente cinco años en los que no logré asumir la depresiva calma de los fines de semana.
Ahora, una buena propuesta laboral a mi mujer, me llevaba a residir en otro país centroeuropeo. Así que, la curiosidad por conocer la actividad humana durante los fines de semana se convirtió rápidamente en una secreta obsesión.
***
Llegó el sábado y mi mujer y yo nos preparamos para caminar por la ciudad de Ginebra. Queríamos conocerla para saber si encajaríamos allí, de igual manera que uno trata de conocer a alguien que sabe que será importante en su vida, con una mezcla de reticencia e interés.
Nada ni nadie nos había obligado a cambiar radicalmente el rumbo de nuestras vidas, pero a veces se presentan oportunidades únicas —e inesperadas— que son muy difíciles de ignorar.
Estábamos alojados en un apartamento próximo a la estación de Cornavin y en cuanto pisamos la calle comprobé que todos los comercios y las tiendas estaban abiertos; es más, había un gran ajetreo de personas que avanzaban de aquí para allá en las inmediaciones. Me quedó claro enseguida que el barrio de Pâquis era un barrio activo, con sus restaurantes internacionales, sus boutiques y hoteles de lujo esparcidos por la Rue de Lausanne y calles aledañas. Bueno, me decía, aún no es mediodía, lo que veo puede ser un espejismo y en un par de horas, la ciudad quedará desierta como un set de filmación después del rodaje. Además, siempre hay ambiente cerca de las grandes estaciones de tren.
Pero nos dio el mediodía cuando salíamos del barrio de Délices y en la ciudad parecía haber aumentado el bullicio. Restaurantes, cafeterías, boulangeries, todos atestados de gente almorzando o comprando comida para llevar. Nosotros, por haber desayunado tarde para los estándares suizos, decidimos seguir caminando y atravesamos el barrio de Saint Gervais buscando el Pont du Mont Blanc, porque queríamos ver el Jet-d’eau, y de paso, avanzar hasta el centro histórico en el barrio de Cité-Centre.
Sobre el Pont du Mont Blanc nos golpeó el frío viento del norte que hacía ondear con nerviosismo las banderas colocadas allí de los diferentes cantones suizos. Unas banderas que, más tarde aprendí, cada cierto tiempo eran sustituidas por otras con motivo de eventos o celebraciones importantes de la ciudad. El fuerte viento fue la causa de que el Jet d’eau no estuviera en funcionamiento, así que dirigimos a ver el Horloge Fleurie, el famoso reloj floral ginebrino, ubicado en un borde del Jardín Francés. Tuvimos que tener paciencia para acercarnos al objeto y hacernos la foto, ya que un gran grupo de personas mostraban la misma intención de fotografiarse con él.
De allí, a causa del insistente viento, cruzamos la Quai du Géneral Guisan, la amplia avenida que separa el Jardín Francés del barrio Cité-Centre. Saqué el móvil y busqué el nombre de este militar:
Henri Guisan, jefe del ejército suizo durante la II Guerra Mundial. Se hizo enormemente famoso por organizar la defensa del país ante una posible invasión alemana.
Apunté su nombre para averiguar algo más en el futuro.
Dentro del Cité-Centro, las relojerías, las joyerías, las tiendas de moda y los bancos parecían alternarse con algún tipo de propósito oculto. Destacaba algún estanco modesto con la prensa del día colocada en paneles metálicos o alguna tienda de menor caché. Mis reticencias no desaparecieron. Mañana la ciudad será un desierto, pensé, y yo volveré a sumirme en esa familiar melancolía de la que creí haberme desembarazado cuando me marché de Alemania.
***
Al día siguiente, domingo, si bien la mayoría de los negocios estaban cerrados, Ginebra me seguía mostrando, para mi gran alivio, gente por doquier, en los tranvías, en los autobuses, individuos entrando y saliendo de los hoteles, alguna tienda de alimentación con sus puertas abiertas.
Una compañera de trabajo de mi mujer nos había hablado de la pequeña ciudad de Versoix, el municipio más importante del norte del cantón de Ginebra, y decidimos ir a pie a visitarla. El día era frío y brumoso, pero al poco de empezar a caminar entramos en calor. Seguimos el carril bici que bordea el Lago Lemán y que también tiene un espacio peatonal. Justo a la salida del casco urbano de Ginebra vimos los muros del Jardín Botánico y una vez fuera del área metropolitana pasamos por delante de la Plage du Vengeron y la Plage de Bellevue.
De tanto en tanto nos encontrábamos alguna mansión exuberante con extensos jardines y puerto propio. El sol comenzaba a abrirse camino entre el cielo nublado y a nuestra derecha pudimos ver una fina niebla flotando sobre el lago, que se disipaba lentamente.
Llegamos a las once de la mañana a Versoix. Las calles estaban desiertas y silenciosas. Mi mujer me llevó, guiándose por el mapa del teléfono, a una dirección concreta en la que había encontrado días atrás un apartamento en alquiler. Un piso bajo con balcón ubicado varias calles al norte de la estación de tren. Rodeamos el edificio varias veces, paseamos por el barrio para hacernos una idea de cómo sería nuestra vida allí. No nos pareció mal. El único aspecto negativo para mí fue, de nuevo, la ausencia de gente por los alrededores.
Este barrio colindaba con otro mucho más lujoso de chalets. La calma era llamativa. Solo oíamos los trinos de algunos pájaros y el goteo del rocío cayendo de las hojas de los arbustos y los árboles.
De repente, un enorme estruendo. Como el ruido de un aspirador amplificado cientos de veces. Y acto seguido, sobre nuestras cabezas, la panza de un avión en su camino de descenso al aeropuerto de Ginebra. Mi mujer y yo nos miramos, por un momento, incrédulos. Unos pocos minutos después, la misma escena: un ruido ensordecedor que impedía literalmente oír lo que decíamos, la panza de otro avión con los motores en reversa para frenar su descenso. Y pocos minutos después, vuelta a empezar.
Miré a mi mujer, ella me devolvió la mirada. Esto bastó para retomar de inmediato nuestro camino de regreso a Ginebra.
Cuando llegamos a la capital, de nuevo el gentío, los restaurantes llenos, peatones de aquí para allá.
Respiré. Versoix quedaba descartado, le dije, pero esto no es como mi experiencia en Alemania. Creo que podré sobrellevar la añoranza.